Laudería, una profesión sin ego: Alejandro Vélez

Estudio-Paul-Hart-constructor-estadunidense_MILIMA20150711_0011_8Especialista en clavecines, el artesano también ha hecho violines, flautas, órganos tubulares, arpas e instrumentos de cuerda persas.

México

Reconocido constructor de clavecines en México, Alejandro Vélez Jiménez también dedica sus habilidades a otros instrumentos, lo cual no es muy frecuente en el medio. Chelos, violines, arpas celtas, flautas, tamburas y hasta ocarinas pueblan su taller.

De niño todo el tiempo construía cosas con las manos, por lo que sus compañeros de escuela decían que estaba en la luna. Estudió arquitectura, pero luego se decidió por la música y adoptó el clavecín, al tiempo que también seguía cursos de cerámica, joyería y tallado en madera. La laudería, sin embargo, se volvió su pasión.

“Siempre ha sido mi motor hacer cosas con las manos”, advierte en entrevista con MILENIO. Tanto, que dejó la música para seguir la carrera de laudero, actividad en la que colabora su esposa. “En 1971, cuando estudiaba clavecín con Luisa Durón, solo había un constructor de estos instrumentos en México, Martín Seidel, quien me recibió como aprendiz. Estuve seis años con él y una vez que se retiró me dejó el terreno para mí solo porque nadie más estaba construyendo clavecines”.

Vélez Jiménez se define como “alguien que tiene que estar brincando para acá y para allá”. En 1980 estudió laudería en el Centro Cultural Ollin Yoliztli con Paul Hart, uno de los grandes constructores de violines estadunidenses, quien se fue de México cansado de la burocracia. Antes de irse invitó al laudero mexicano a Utah, donde vivía, y ahí volvió a desempeñar el papel de aprendiz. Dice que de él aprendió, entre muchas otras cosas, “que el ego hay que tirarlo a la basura”.

Cuando estuvo a cargo de los talleres de laudería de la Escuela Nacional de Música y del Centro Cultural Ollin Yoliztli, le preguntaron si podía hacer unas arpas para niños. Luego de estudiar varios modelos, entre ellas una celta, decidió hacerlas
a una escala funcional para los niños. “Fueron un éxito, porque tienen mucho parecido con las arpas de pedales, lo que no pasa con las jarochas. Algunos de los niños que las tocaban se volvieron arpistas profesionales”, comenta.

Como integrante de un grupo de derviches giradores se sumergió en la construcción de instrumentos persas, como flautas ney, el saz y la tambura, que son parecidos al laúd. Esto empezó cuando un amigo, a quien le habían roto su tambura en la cabeza, se lo llevó para que lo reparase: “Vi a conciencia cómo estaba construido y luego hice mis propios modelos”.

El artesano explica que, con la experiencia de construir violines, “tienes la oportunidad de hacer otros instrumentos, porque no hay técnica más difícil. He construido órganos tubulares, ocarinas, quenas y flautas ney. Yo no estoy aquí para hacer los chelos de Stradivarius, pero estoy abierto a lo que venga”, dice sonriente.

Dice que su primer placer como laudero es el contacto con los materiales: “Cepillas una tabla y suelta el aroma de la madera. Luego están las reglas que impone cada material: por ejemplo, si meto el cepillo a contrahílo, se me astilla la madera. No es que diga: ‘Yo, Juan Chingón, hago lo que se me pegue la gana’, porque el material me dice si voy mal. Esos conocimientos los aplico en las relaciones con la gente”.

Otra gran satisfacción es cuando un cliente prueba un instrumento. “Ver su respuesta positiva es como la satisfacción que siente un padre hacia un hijo que hace bien las cosas. Y aunque en ocasiones me pase del plazo acordado, al darle su instrumento al músico se borran todas las desavenencias. Yo he recibido la enseñanza de mis maestros, pero el conocimiento no se queda en mí, sino que lo suelto. El ser ese puente es algo muy disfrutable que te motiva a seguir haciendo instrumentos”.

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