(Anti)discos de la semana: dos decepciones y una vergüenza

Milenio

Ciudad de México.-De vez en cuando la música que preferimos ignorar nos pide a gritos que escribamos algo sobre ella. Porque la inconformidad también merece un espacio, éstas son las antirecomendaciones de la semana:

‘Enamorada. Con banda’ | Lucero
Lucero, alguna vez conocida como Lucerito: cuando escucho Enamorada. Con banda (Fonovisa, 2017) tu nombre me sabe a guácala, interjección coloquial designada por la Real Academia Española “para indicar desagrado, asco, rechazo”. Con qué cara les digo a mis nietos que alguna vez Joan Manuel Serrat grabó su hermosa canción “Tu nombre me sabe a hierba”, que adquirió estátus de clásica, para que luego tú, impunemente, la destrozaras en una versión con banda con la pretensión de estar a la moda, una moda tan desastrosa como astrosa, adjetivo que —cito otra vez a la Real Academia porque me faltan palabras—, significa “desaseada o rota; vil, abyecta, despreciable; infausta, malhadada, desgraciada”.

 

Ya no hay moral. La frase, tan añeja como cierta, no pierde vigencia al enfrentarse con tus (per)versiones a populares canciones de Juan Gabriel —tres, pensadas como llaves para asegurar el éxito radiofónico—, Juan Carlos Calderón, Joan Sebastian, José Luis Perales, Serrat y otros compositores que no sabían para quién trabajaban. Los “arreglos”, aplicados con calzador, destruyen las armonías de las piezas originales, les quitan sabor, esencia y gusto, para banalizarlas y uniformarlas con el sonido pobre de la banda hecha en estudio.

¿Por qué escuché este disco? Simplemente para satisfacer el morbo de una amiga que me retó: a qué no escribes una reseña sobre el nuevo disco de Lucero. Y aquí me tienen sufriendo en aras de una vieja amistad, soportando hasta al locutor que, al inicio de cada canción, con tono de engolado sonidero anuncia: ¡Luceeeero! Te aviso, amiga: nuestra amistad ha sido refrendada, pasé la prueba sin ponerme tapones de cera en los oídos.

 

Hace un par de años, un pianista me alegó que la música para cine se había estandarizado. “Todo suena a lo mismo”, me dijo. Como amante de los soundtracks sentí la necesidad de desmentirlo y le arrojé una serie de títulos que anulaban su aseveración.

Tristemente, la música que Rupert Gregson-Williams compuso para Wonder Woman me trajo de vuelta aquella discusión. El pianista tenía razón: hay música de cine que podría montarse en cualquier película de acción y el espectador no notaría la diferencia.

Después de escuchar el “Main Theme” de Wonder Woman —un primer tema prometedor en el que se nota la mano de Hans Zimmer— esperaba un soundtrack destinado al anaquel de los clásicos, pero escuchar el resto del score fue un acto de entereza.

Y sí, la música cumple con avivar las coreográficas escenas de pelea y exaltar —aun plagada de lugares comunes— los momentos en que debemos simpatizar con los buenos, pero permanece la sensación de que la intención fue simplemente esa: cumplir.

Parece incoherente que el hombre que encontró la dosis ideal para musicalizar The Crown, la serie biográfica de Netflix sobre el reinado de Isabel II, sea el mismo que dejó ir la oportunidad de grabar su nombre en la historia del cine con una película que prometió ser un parteaguas en el cine de superhéroes.

Habían pasado 25 años desde su última producción discográfica con material original y 34 desde su última participación con la banda que lideró y lo colocó en el firmamento musical, cuya historia para algunos terminó con The Final Cut (1983). En el interín, Roger Waters produjo una ópera —Ça ira (2005)— y explotó al máximo el bagaje musical, visual y escénico que construyó como frontman de Pink Floyd, con algunos discos en vivo y con larguísimas y faraónicas giras que —esencialmente con material de Floyd— le reportaron ganancias por casi 500 millones de dólares.

Después de todo ello, un cuarto de siglo después de Amused to Death (1992), el eternamente insatisfecho Roger Waters ofrece a sus fanáticos una nueva producción, cuyo título nos formula una pregunta trascendental: ¿es ésta realmente la vida que queremos? Y la respuesta, para muchos, resulta obvia: no, no lo es. Y no lo es por hechos irrefutables: la deshumanización de la mano de la tecnología, las guerras, el terrorismo, el aislamiento, el racismo, los asesinatos políticos, el consumismo, el narcisismo y el vacío mental de las redes sociales, el triunfo de la postverdad y, desde luego, por Donald Trump.

Sin embargo, hay algo que nunca acaba de cuajar en el álbum. Si bien la lírica no desmerece en lo absoluto el lugar que Waters se ganó como uno de los mejores letristas del rock, musicalmente el álbum resulta plano y monótono, la mayor parte de las veces, y cuando no es así nos recuerda fuerte e inevitablemente a algunos pasajes de los álbumes de Pink Floyd. Waters, más que cantar, musita sus letras a lo largo de una mullida cama rítmica en la que se extrañan luces y sombras como los solos de guitarra de Gilmour o los nostálgicos acordes de Wright, sus compañeros en Pink Floyd.

Aventurarse a producir material nuevo a una edad en la que la mayor parte de los rockstars de su tiempo ha ‘tirado la toalla’ y se ha entregado a disfrutar de sus fortunas, es ciertamente loable. Pero es justo decir que, en el terreno musical, Is This The Life We Really Want? no aporta nada, ni una idea, que Waters no haya expuesto antes de 1983. Y eso, realmente tampoco es la vida que queremos…

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