Ganas de matrimoniarse

matrimonio

Por Horacio Corro Espinosa
A él le sudaban las manos cuando se acercaba la hora de la cita. A ella, casi se le iba la respiración al pensar que lo volvería a tener tan cerca. Esta emoción se les repetía antes de cada encuentro.

Y un día, ya no aguantaron más la angustia de no tenerse cerca. El amor lo transpiraban por eso decidieron planear la fecha de la boda. Decidieron que el 16 de febrero. Así que él y ella iniciaron la aventura de caminar sobre el filo de la tentación: compartir almohada y todo, todo lo demás.

Mmmh, -decían estos enamorados– si hubiéramos tenido el valor de decirnos desde el principio que nos queríamos casar, nos hubiéramos evitado el trámite tradicional de que “tenemos que conocernos”, decía él. Si, aseguraba ella, mientras él la estrujaba entre sus brazos. Espérate tantito, ya falta poco para casarnos. Pero para qué esperar, insistía él, si nuestro amor ya está bien maduro.

Para no hacerles el cuento largo, les platicaré que a ambos ya se les quemaban las ganas por vivir juntos bajo el mismo techo y en la misma cama. Los días eran bien cortos para ellos. Se la pasaban todo el día fantaseando a que iban a ser muy felices, que ella dejaría de trabajar y de estudiar y que no tenía por qué preocuparse de nada, pues para eso era el hombre, para trabajar duro y mantener la casa.

Pero nunca creyeron que la realidad era mucho más complicada. Al poco tiempo él andaba con el mandil porque ella no le daba de comer; y eso que él era el mero mero de la colonia, pues no había quien le ganara a los guamazos. Los amigos de ella la dejaron de ver, pues el muy macho de su marido la celaba un res­to, Cuando  salían a la calle él se dedicaba a cuidarle los ojos. Así está el chisme, fíjate.

Pero eso no es todo, durante la noche se aventaban dos que tres raunds, a veces por las cobijas o porque ella le ponía los pies bien fríos, o porque él no la dejaba dormir por sus ronquidos.

En el matrimonio se empezaron a dar cuenta de los malos hábitos de cada uno.  Durante el noviazgo nunca notaron nada: cero defectos. A ella le molestaba que él comiera a control remoto, pues aspiraba la comida como si tuviera un popote invisible, y además, trompeaba muy feo la canoa. A él le molestaba que ella nunca usara pañuelo sino sus dedos. Ahí también se dieron cuenta que las labores cotidianas de la casa era lavar los trastos, la ropa, planchar, remendar, barrer, poner los frijoles, ir por las tortillas, sacudir, acomodar, trapear y un millón de trabajos más. Entonces a él le entró la desesperación y que le regala un chichón por gorro, dizque para que se pusiera abusada.

Después le dijo que estaba arrepentido, que lo disculpara, que ya nunca lo volvería a hacer. A pesar de las explicaciones y disculpas, es­to se convirtió en el pan de cada día. El nunca quiso re­conocer que se había casado con ella sólo por el deseo de su cuerpo, del cual hay que decir que estaba en muy buenas condiciones fisicoatléticas.

Ella también estaba arrepentidísima, creyó que todo iba a ser como los sábados por las noches.

Ya que te conté la experiencia de estos cuates, que te quede claro que no toda la vida es febrero. Tampoco todo termina como en las clásicas telenovelas cursis de que fueron muy pe­ro muy felices. El amor es una decisión no un sentimiento.

Twitter:@horaciocorro

horaciocorro@yahoo.com.mx

 

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