Los hechizos de la abuela

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En ocasión de la inauguración de su exposición De sangre y plomo, en Bogotá, reproducimos esta charla con el pintor oaxaqueño en la que habla de la magia del arte.

La abuela de Sergio Hernández no era una mujer cualquiera: rompía maldiciones y extirpaba malas energías con “ramos de limpia” de pirul, ruda y ajenjo. Quemaba copal y entre murmullos y cantos removía daños y arrancaba maldades agitando su abanico de plantas purificadoras. Tenía un fuerte parecido con las mujeres retratadas por Graciela Iturbide en Juchitán (esa tierra istmeña donde “las canciones se cantan con lágrimas españolas en los ojos de los nativos”), pero ella era mixteca. Sus curaciones eran muy apreciadas en toda la región y, de hecho, no había día sin que alguien, gracias a ellas, recobrara la salud o el amor. El precio era proporcional al resultado y se pagaba en “centenarios” de 22 quilates que la mujer guardaba bajo una mata de romero. Lo que ocurrió con ese tesoro es un misterio. En contra de lo que podría creerse, las láminas de oro sobre las cuales Hernández ha grabado su propio Códice Yanhuitlán no proceden de aquel caudal. Lo que Sergio ha heredado no son monedas sino la inclinación de su abuela hacia la magia, más precisamente hacia la alquimia.

En la formación del imaginario de Sergio Hernández, el recuerdo de los hechizos de su progenitora ocupa un lugar tan importante como aquel de las casitas que él y los demás niños de su pueblo natal dibujaban con lápices despuntados sobre hojas recicladas. Negras casitas pentagonales que Sergio reunía y ensamblaba en tiras horizontales, para luego sobreponerlas verticalmente, hasta componer destartalados collages cubistas. Todos saben que estética y diversión, creación y provecho no son conceptos excluyentes. Pero, a diferencia de la mayoría, Hernández lo aprendió cuando todavía ignoraba el significado de las palabras “estética” y “creación”.

“Mis obras —dice Sergio— son el producto de objetos evaporados que, a través de la memoria y el dibujo, cobran nueva consistencia”. Un proceso a la vez mnemónico y visionario que le permite al artista traspasar los límites de lo real y alcanzar otro estado. “La memoria —reitera Hernández— es la herramienta con que proceso las imágenes que me llevan a otro estado… el estado de abstracción”. El secreto de las casitas es la intuición de la abstracción, una meta que el artista ha perseguido a lo largo de su carrera. Los cinco segmentos que conforman cada una de ellas son pura geometría, puro concepto. Sin embargo, para Hernández una casa es más que un pentágono: es una partícula de su cosmos personal.

“Soy dibujante —sostiene—, no pintor. Experimento con el color, pero me guío por la línea”. Sus invenciones han evolucionado con el tiempo, mas el principio inspirador sigue siendo la libertad: “Mis obras han ido cambiando, diría que mejorando, en el sentido que cada vez me siento más libre”. Libertad, para él, significa sentirse más a gusto en su relación con el dibujo, la más amada de sus herramientas expresivas. Por otra parte, el placer del dibujo aumenta en la medida en que este se vuelve más espontáneo, o sea, más abstracto. Libertad, entonces, significa desprendimiento de lo real, naturalidad. La línea es paradójica: la mayor perfección coincide con la menor elaboración. Cuando el dibujo es súbito y sencillo, es posible aclarar imágenes borrosas y proponer otras imprevisibles… “aunque esto no significa —confiesa autocríticamente Hernández— que yo no siga enredándome, perdiéndome en un laberinto infinito de ideas sin salida”. Con todo, en la obra de nuestro artista, el dibujo no tiene vida fácil: otras expresiones, otras técnicas lo asechan, tratando de suplantarlo. Desde que componía tiras de casitas, Hernández sabía que la línea no le bastaría. Siendo un hombre fantasioso y polifacético, ¿cómo iba a ser fiel a una sola amante? Aunque su búsqueda artística (especialmente desde el punto de vista de su “promiscuidad” técnica) pueda parecer “libertina”, Hernández ha sido siempre sincero y coherente: “Pese a que se vaya acomodando, mi acercamiento a la pintura ha sido y es directo y franco”. Su expresión está en constante transformación, pero en el interior de un código formal y ético basado en la supremacía de la intuición y la curiosidad: algo que Sergio llama “libertad” pero que podría llamarse también “espíritu alquímico” (de hecho, las transformaciones de Hernández son a menudo mutaciones químicas).

Profético y purificador

Intuición, libertad… todo se resuelve en “serendipia”. Aludiendo a los “Plomos”, dice Hernández que han sido un encuentro inesperado, una serendipia. A un hallazgo se puede llegar por pura casualidad o por inferencia. Los tres príncipes de Serendip adivinaron que el famoso camello era tuerto, manco y desdentado, y que sobre la joroba cargaba una mujer preñada, observando el pasto al borde del camino. También nuestro artista procede curioseando y descubriendo, experimentando y deduciendo. Sus inventos no brotan de premisas racionales: son serendipias arrojadas por los alambiques de su taller de alquimista. El recuerdo del camello serendípico se asoma nuevamente cuando Hernández, resumiendo su filosofía del arte, anota: “La técnica se va afinando. Sí, todo se afina con el tiempo. La imaginación se tiene o no se tiene. Tomamos prestado o transformamos, es decir, rumiamos la vida, rumiamos la imaginación; la afinamos, la vamos calibrando a través de la libertad. La imaginación es nuestro mejor aliado en la vida”. Las imágenes se gestan en la mirada y se “rumian” en uno de dos “estómagos”, racional o emotivo. “Todo entra por los ojos y va al cerebro o al corazón”, sostiene Hernández. Las imágenes dirigidas al cerebro llegan a las manos del artista después de haber sido procesadas mentalmente. Aquellas dirigidas al corazón son más inmediatas, irreflexivas y, por así decirlo, “mágicas”. Si bien la mirada constituye una fuente fisiológica de conocimiento, su aprovechamiento depende del cuidado con que se cultive. “La mirada se educa, los sentidos se educan”, afirma nuestro pintor. Hay que aprender a observar las cosas, hasta aquellas imperceptibles, a través de todos los sentidos. “Ver, observar, hurgar, explorar, reflexionar, ejercer la memoria. Los sentidos se educan y se convierten en una mirada particular. Visualizar lo literario, los recuerdos, los viajes. Estimular el recuerdo como instrumento de reconocimiento, abrirse a lo virtual, a lo inexistente, a la fantasía. Amaestrados los sentidos, pueden pintarse los olores, los sabores, los sonidos y traspasar los límites de este mundo. Surgen obras que predicen futuros fantásticos y terroríficos, que en nuestra percepción parecen más reales que lo real”. El arte es profético y purificador, igual que la magia: como decir que un hilo rojo sigue uniendo, como una sutura invisible, nieto y abuela, el pasado arcaico de la Mixteca y la contemporaneidad y el cosmopolitismo de un artista internacional.

Madurez y sabiduría

”Mis primeros trabajos —dice Hernández— eran ejercicios por medio de los cuales intentaba hilar una frase”. No siempre lo lograba: balbuceaba, gateaba, tanteaba técnicas, formas de expresión. “Me apoyé mucho en la fotografía, el cine, la literatura y la música para poder moldear una imagen y darle sentido al espacio”. Hoy por hoy, Hernández se considera “adulto, libre y creativo”, una condición que le permite amar. “La madurez nos convierte en seres sabios −dice el artista−, vemos más claramente, sabemos dónde colocar el paso siguiente, reconocemos lo más conveniente”. La experiencia permite escoger, lo cual implica mayor conciencia de sí y, a fin de cuentas, mayor libertad creativa: “Hoy soy más libre para aplicar técnicamente lo que deseo expresar: una hoja, una gota de agua, una mancha en el espacio, un gesto”.

Lo más importante, sin embargo, no ha sido la adquisición de un código expresivo original sino el acuerdo sellado con la materia; un acuerdo alcanzado por arte de magia, o sea, gracias a su experiencia alquímica. “Estamos hechos de materia, de partículas, y estamos en movimiento. No descansamos cuando dormimos, nuestra mente está activa y producimos energía. La relación, desde luego, es erótica. La materia se transforma y en ella cabe todo: la magia, el chamanismo, las mentiras y las invenciones”. En otros términos, la materia hechiza al que la recrea, llevándolo a enamorarse de sus recreaciones (“con mis obras —confiesa Hernández— vivo momentos muy sensuales”). Sin embargo, para que un artista logre activar la materia, se requiere que sea brujo y científico a la vez. Sin este requisito, el proceso alquímico abortaría, ya que faltaría esa “pizca de maña” que permite filtrar la sustancia con que moldear los deseos.

Hablando de sí y demás artistas-brujos, Hernández admite: “Somos necios, tercos, somos adictos… nos proponemos tener el cuidado debido, pero cuando nos topamos con una mina queremos extraer hasta el último granito de oro. En mi caso, asumo riesgos constantes, probablemente innecesarios”. Como sea, agrega con el humor que lo caracteriza, “el mezcal es mucho más riesgoso que el plomo y desde luego el plomo en balas es letal”. Como ya se ha dicho, su atracción por la alquimia se remonta a una afección presente en su familia desde hace generaciones —ejemplificada por el “arte” de su abuela—, enraizada a su vez en las tradiciones mágicas de la Mixteca y en la cultura pictográfica de la antigüedad indígena. Su serie más reciente, intitulada “Códice Yanhuitlán”, revela una circunstancia emblemática dentro del panorama artístico mexicano: Hernández es un heredero sin herederos, sus inventos brillan solitarios, amparados por el pasado pero negados por la actualidad posmoderna, hechizada por otros intereses. Cuando se le pregunta hasta qué punto el ambiente físico de la Mixteca ha influido en su obra, responde emocionado: “Es un nutriente siempre presente. La vida de esta región ha sido tanto pagana como católica: las ánimas, el señor de los corazones, una abuela curandera, un padre cuentacuentos e historias del mezcal. Desde el más remoto pasado, la naturaleza y la vida de esta región han sido fuentes de imaginario”. Como corazón de agave, la respuesta de nuestro artista engendra por fermentación otra pregunta, que sorpresivamente no lo impacienta: ¿existe una escuela artística oaxaqueña? Oaxaqueña, italiana o rusa —responde—: el arte es universal. “Designar, catalogar, es función tradicional de críticos e historiadores —prosigue—, son ellos los que escriben la historia del arte, son ellos los que periodizan, comparan, sopesan, agrupan y califican. Pienso que, así entendida, la historia limita y falsea la dimensión universal de la actividad creadora. Al igual que el universo, el arte es espacio-tiempo, presenta la misma curvatura: no puede reducirse a mera historia”. Después de desahogarse, nuestro artista regresa a Oaxaca: “Francisco Gutiérrez, Rufino Tamayo, Rodolfo Nieto, Francisco Toledo y Rodolfo Morales conforman de alguna manera la escuela oaxaqueña, pues coinciden en el tiempo y en el espacio. Pero no hay que olvidar a los artista atraídos por el Istmo de Tehuantepec, ya que es allí, en realidad, donde surge la escuela oaxaqueña: Pierre de Mandiargues, Cartier Bresson, Frida Khalo, Diego Rivera, Manuel Álvarez Bravo… fueron ellos quienes le dieron rostro a la escuela oaxaqueña”.

Después de conocer personalmente a Hernández, se tiene la impresión de haber conocido a su abuela, y también al niño Sergio con sus mosaicos de casitas destartaladas. De impresión en impresión, uno llega a pensar que sus topografías infantiles prefiguraban un laberinto, o quizás esas arquitecturas virtuales donde los eruditos del Renacimiento guardaban la memoria. O tal vez la misma Biblioteca de Babel. m

Extracto del libro ‘Hernández’ tres pasiones’, Fontanellato, Italia, Editorial Franco Maria Ricci, 2016.

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