De ‘rompehogares’ a cuidadora
EXCELSIOR
Hace veinticinco años él dejó a mi madre para estar con esa mujer, entonces una estudiante de posgrado en su departamento que era tres décadas más joven
NUEVA YORK.
Es alta en comparación al promedio de mujeres chinas; parece casi jugadora de voleibol olímpica. Tiene un torso largo y su cara es ancha. Un polvo rosa oscuro acentúa sus pómulos.
“Los rasgos de una campesina”, solía decir mi madre sobre ella. “No es hermosa, ¡ni siquiera bonita!”.
Mi padre no opinaba lo mismo.
Hace veinticinco años él dejó a mi madre para estar con esa mujer, entonces una estudiante de posgrado en su departamento que era tres décadas más joven.
Ella se volvió su esposa (nunca la llamaré madrastra). La casa de mi padre se volvió la casa de él con su esposa. Aunque a estas alturas se siente más como el hogar de ella, con sus baratijas, zapatillas de plástico y montones de trabajos pendientes de calificar. Ya no me refiero a los viajes de fin de semana allí como ir a casa, que implica calidez y un sentimiento de bienvenida, sino como ir de visita, algo completamente distinto.
Durante una visita reciente, ella preparó la avena de mi padre con almendras y linaza y se lo dio de comer una cucharada a la vez. Entre cucharadas él solo murmullaba. En ocasiones la voz de mi padre denota irritación; esa mañana mostraba más bien una benigna confusión.
“Mira quién es”, dijo ella.
Llamé a mis dos hijos para que se acercaran, lo que hicieron incómodos. “Hola Gung-Gung”, dijo mi bebé de 6 años, y mi padre abrió sus ojos.
“Hola ba, ¡estamos aquí!”, dije.
“Oh, ¡hola, hola!”, respondió, con el entusiasmo de un cachorro. Sacó una mano debajo de su cobija gruesa y los niños sonrieron. Él no recuerda sus nombres.
Hace veinticinco años, mi padre era profesor de Física Teórica y muy carismático, con una mente sumamente ágil. ¿Cómo sucedió esto? ¿Será que alguna vez la vio en la primera fila de su clase, donde ella siempre hacía las preguntas más pertinentes? ¿O acaso ella visitó su cubículo durante las horas de asesoría, primero algo incierta y acompañada por otro estudiante y, ya después, ella sola? ¿Fue él como un casanova motivado por la lujuria o tuvieron un acercamiento gradual impulsado por su fascinación mutua con la superconductividad de alta temperatura? ¿Quién dio el primer paso?
Si pensamos en sus diferentes posiciones de poder se podría pensar que él fue el más manipulador, aunque mi madre nunca lo consideró así.
“Ella viene desde China continental, ¡claro que es cazafortunas!”, decía seguido mi madre. “Green card y dinero. Tu ba es muy tonto, ¡solo sabe de Física!”.
En ese entonces le daba la razón a mi mamá, por lealtad. Claro que sí. Como hija, como una mujer joven, como feminista. Mi madre era fuerte, pero esto era doloroso.
Después de intercambiar los saludos, la esposa de mi padre siguió dándole la avena a cucharadas. Yo me senté cerca de donde mi papá tenía sus pies. Ella habló con un tono animado y ruidoso sin siquiera voltear a verme. A lo largo de los años nunca me ha pedido ayuda y ha ignorado mis ofertas para ayudar; ahora estamos atrincheradas en un lugar donde es menos incómodo si no ofrezco hacerlo, y me pregunto si debería haberlo intentado con mayor insistencia.
Mi madre ya no vive, pero sigo escuchando su voz: “Es la rompehogares”.
No culpo a mi padre. Él estaba descontento. Nunca entendí el matrimonio de mis padres: ella lo molestaba, él le gritaba, los dos peleaban y ella hacía como si nada.
Recuerdo cuando era niña que lo veía caminar en círculos muy concentrado por la casa. “¿Otra vez estás trabajando?”, le preguntaba. “Ajá”, respondía, con una enorme sonrisa. Amaba que estar caminando en círculos mientras pensaba era parte de su trabajo. Para enseñarnos matemáticas, nos sentaba en su regazo y nos pedía calcular cuántos pollos y cuántos cerdos había en un corral con dieciocho patas y seis cabezas.
Tampoco culpo a mi madre. Era una mujer práctica que trabajaba de bibliotecaria y crió a tres hijos que tenía que llevar a sus clases de gimnasia y natación y piano; siempre estaba cortando esto y otro en la cocina mientras preparaba el caldo en la estufa.
Creo que la mayor diferencia entre ellos era esta: mi madre nunca esperó tener una vida plena de felicidad y mi padre sí.
Seguro era la crisis de mediana edad, pensamos (aunque ya casi tenía 60 años cuando sucedió). No va a durar. Y, encima, qué asco (ella tenía veintitantos, igual que yo). Hoy en día, ¿mi padre sería considerado un depredador? En ese entonces, a mediados de los años noventa, ya había murmuraciones, burlas, miradas altaneras. Hoy seguramente él sería blanco de condena. Y ella, si no era la cazafortunas en busca de una green card que decía mi madre, definitivamente era ingenua, una jovencita tonta o fácilmente engañada. Hoy seguramente alguien la haría darse cuenta de la tontería para evitar que siguiera.
El deterioro de mi padre se fue haciendo evidente a lo largo de varios años. Primero se volvió olvidadizo, con lapsus fáciles de perdonarle. Luego empezó a contar siempre las mismas historias, repetidas varios días seguidos, luego cada par de horas, cada par de minutos, después de solo unos segundos. Una mañana se perdió camino a la universidad en un trayecto en el que había conducido por más de cuarenta años. Un estudiante muy gentil se lo encontró cuando mi padre estaba aterrado y lo acompañó hasta su oficina. La imagen del profesor distraído cambió por completo.
En otra ocasión me llamó y sonaba histérico. “Estaba haciendo mis cálculos y de repente me sentí tan nublado que no sabía ni dónde estaba. Hija, ¿me estás escuchando? Si pierdo la cabeza, ya no quiero vivir”.
Empezó a llorar. Yo no sabía qué decirle. Pensaba que mi padre, como todos los padres, era invencible.
Su deterioro no se sentía tan grave por la rutina invariable en las visitas de fin de semana. Teníamos rituales: ir al bufé chino (donde ella llevaba sus propias hojas de té para tomar); cenar en Red Lobster (donde él ordenaba el surf and turf, tradicional mar y montaña); tener prendida todo el tiempo la televisión de 60 pulgadas sintonizada en CNN o telenovelas chinas.
Salíamos a caminar por las veredas del vecindario suburbano; primero con uno de mis hijos en la carriola; luego él, agarrado del brazo de su esposa mientras mis hijos se correteaban más adelante; después, con uno de nosotros empujando su silla de ruedas y él con una cobija en el regazo. Ahora que tiene 83 años apenas si sale. No puede caminar ni orinar ni comer por sí solo. Ella lo sienta frente a la ventana con las persianas arriba en días soleados.
Ella es cordial y amable con los niños. Aunque nunca pregunta sobre cómo les va en la escuela ni en sus actividades o si tenemos planes para el verano. A veces intento entablar una conversación: “¿Cuántas clases vas a dar este semestre?”. “¿Ha estado haciendo mucho frío?”. “¿Qué tal está comiendo?”.
Ella es amable pero nunca baja la guardia. Tal vez sea cultural o tal vez sea que para ella no soy más que la hija de mi madre.
Lo cierto es que la esposa de mi papá no parece estar resentida conmigo. Quizá recelosa. A veces su tono hacia mí es hasta cortante.
Y ahí escucho las advertencias de mi mamá: “No te dejes engañar por ella”.
Sin embargo, también tiene un toque muy gentil cada vez que se acerca a mi padre para ajustar su gorra de béisbol o sus calcetas grises o los lentes en su nariz. Cuando se sientan en el sofá, ella se queda pegada a él.
Podría haberlo llevado a un hogar, o contratado a una enfermera para que lo cuidara o a todo un elenco de asistentes en el hogar.
Pero ella no lo ha hecho.
A veces los espío. Ella sigue agarrándolo de la mano hasta cuando no hay nadie más presente.
Alguna vez fueron coautores de artículos académicos; discutían sobre política mientras comían pistaches en la cama y veían The Bachelor. Alguna vez fueron una pareja que conducía dos horas solo para ir a un lugar de comida estilo dim sum o que de repente volaban a Asia para alguna reunión de egresados de su colegio. Era evidente, aunque nunca fue fácil para mí aceptarlo, lo bien que el intelecto, curiosidad y sentido de asombro de la esposa de mi padre encajaba con los de él.
Ella no tenia cómo saber qué el iba a terminar así.
Se acercaba la hora de cenar cuando mi hijo de 8 años preguntó si íbamos a ir al bufé chino “como siempre”.
“Como siempre” se acabará un día, y pronto.
Para irnos fue complicado lograr subir a mi padre a la camioneta, aunque ella tiene el asunto bien practicado: Aquí va el pie derecho, pon aquí la mano izquierda, ¡cuidado con la cabeza! Ok, ya estás sentado, relájate.
Antes de que él se relajara, ella había estado cargando cada gramo de su peso.
Me di cuenta de que ella podía hacerlo porque él ha adelgazado mucho. Ya prácticamente es solo huesos. El que su esposa siga teniendo fortaleza se ha vuelto muy importante, una ventaja práctica. En esos momentos pienso: “Qué buena elección tomó mi padre. Qué suerte tengo. Si no lo hiciera ella, lo tendría que hacer yo, pese a que no tengo nada de su gracia como cuidadora”.
Al llegar al bufé, la persona en la recepción nos dijo: “¡Cuánto tiempo sin verlos!”.
Mi padre comió con un babero de tela. Su plato fue llenado por la esposa con costillitas y carne con salsa dulce y jengibre. La esposa partió las patas de cangrejo con sus dientes para que él pudiera comerlas. Una hora después, de regreso en la casa, ella le estaba dando lo que había sobrado.
“¿Todavía tienes hambre, ba?”, le dije, con un palmadita a la cabeza.
“Tiene buen apetito”, me dijo ella, y las dos sonreímos como si se tratara de un bebé que se terminó su botella de leche. Cuando estábamos limpiando la mesa él empezó a murmullar. “¡Ah, ya sálganse!”. Su molestia retumbó por el aire. Las personas con demencia casi nunca muestran gratitud. Pero ella podría irse.
No lo ha hecho. No lo hará.
“Abre bien”, le pidió a mi padre, para pasar hilo dental por sus dientes.
Me pregunto qué dirá la gente de ellos ahora. Aunque las opiniones de la sociedad no importan; a ellos nunca les importaron.
Por más que sea desdeñado o desagradable a la vista, su matrimonio me ha enseñado que no hay que emitir juicios prematuros.
Ella sigue ahí; alta, orgullosa, resiliente. Para bien o para mal, hasta que la muerte los separe.
Sin duda es amor. (Perdóname, ma).
Es amor: atrincherado, digno de respeto, de admiración y, sí, de gratitud.