Presidentes encarcelados

Excelsior

Desde que regresó la democracia a los países latinoamericanos que vivieron regímenes militares entre los años 50 y 80 del siglo pasado, esas naciones han intentado encontrar la vía del crecimiento económico y la justicia social apostando electoralmente por personajes de diverso cuño.

Dejaré a México de lado en este análisis porque si bien tuvo un sistema político autoritario de partido hegemónico entre 1929 y 2000, no conoció los golpes de Estado durante ese periodo y no dejó de celebrar elecciones, así no fuesen precisamente democráticas.

A diferencia de México, un grupo de países del subcontinente, desde Guatemala hasta Argentina, ha visto interrumpidos sus procesos constitucionales de renovación de poderes por asonadas militares o guerras revolucionarias.

La democracia regresó a Guatemala en 1986; El Salvador, 1989; Honduras, 1982; Nicaragua, 1990; Panamá, 1989; Venezuela, 1959; Ecuador, 1979; Perú, 1980; Brasil, 1985; Argentina, 1983; Uruguay, 1985, y Chile, 1990.

Todos esos países intentaron cambiar los años de autoritarismo por una era de leyes e instituciones, pero en casi todos los casos siguieron fieles a la tradición latinoamericana de depositar el poder en manos de un caudillo, revestido de Presidente.

Como digo arriba, los ha habido inclinados ideológicamente a la derecha o a la izquierda. Quizá la constante ha sido su discurso nacionalista. Y otra característica ha sido confiar en que el Presidente que toma el poder sabrá alejar a la nación del camino errado que recorrió su antecesor.

En ese proceso de búsqueda, los latinoamericanos se han topado muchas veces con la corrupción. Varios de los gobiernos elegidos democráticamente después de las dictaduras han caído en ella, lo cual ha llevado a proceso, al exilio, a la interrupción del mandato o incluso a prisión a un conjunto de mandatarios y exmandatarios.

Algunos de los que se han visto en cualquiera de esas situaciones son los siguientes: los guatemaltecos Alfonso Portillo y Otto Pérez Molina; el nicaragüense Arnoldo Alemán; el venezolano Carlos Andrés Pérez; el ecuatoriano Abdalá Bucaram; la argentina Cristina Fernández de Kirchner; el hondureño Rafael Callejas; el panameño Ricardo Martinelli, y los salvadoreños Elías Antonio Saca y Mauricio Funes.

Recientemente, se agregan a la lista los peruanos Alejandro Toledo y Ollanta Humala, y el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva.

Este último fue condenado ayer nueve años y seis meses de prisión por los delitos de corrupción y lavado de dinero en el marco de la investigación del caso Lava Jato, conducida por el juez Sergio Moro.

En abril pasado comenté aquí con amplitud la actuación del juez Moro, que ha destapado casos de corrupción en varios países latinoamericanos, además del suyo, entre los que figuran los derivados de sobornos pagados por la empresa Odebrecht, que también salpican a México.

En esa ocasión (“Democracia Tropical”, 24/IV/2017) comparé los casos de Fernando Collor de Mello y el propio Lula, con base en el último libro del periodista brasileño Fernando Gabeira. Ambos personajes emergieron de la dictadura brasileña como ejemplos de rectitud; ambos ganaron la Presidencia del país en las urnas y ambos acabaron investigados y sentenciados por corrupción.

Entonces escribí que la costumbre latinoamericana de apostar por un caudillo para liberar al país de los yugos del subdesarrollo y la corrupción muchas veces ha terminado mal.

Así ocurrió en Venezuela, donde en 1998 se eligió a Hugo Chávez para acabar con la corrupción de los políticos tradicionales y ya ve usted cómo se encuentra ese país hoy: hundido en la pobreza, el autoritarismo y la corrupción.

Los países que no pasaron por golpes militares tampoco se han librado de esos flagelos. México vive el peor episodio de corrupción de su historia; si no, al menos el más público y escandaloso. Incluso la educada Costa Rica ha pasado por ese trance.

Luego de varias décadas de malas experiencias se puede concluir que los pueblos de América Latina han hecho mal en confiar su bienestar a una sola persona.

Quién sabe por qué en México no acabamos de aprender esa lección.

Para Héctor Aguilar Camín

Agradezco y acepto tu caballerosa aclaración. Tienes razón cuando dices que los partidos del Frente nonato difícilmente aceptarán nuestros consejos. Abrazo.

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