Brandi gozó de lujos del narco… en un tris terminó en la cárcel

CIUDAD DE MÉXICO

Brandi Davis, de 36 años, creció en el mundo de las drogas en Detroit. Como hija de un gran traficante de drogas, vivió una infancia y adolescencia privilegiadas, asistió a escuelas privadas, conducía un BMW y se fue a estudiar a Atlanta. Pero fue hasta que empezó a asistir a la universidad, cuando empezó a salir con Deron “Wonnie” Gatling, miembro poderoso de la icónica Familia de la Mafia Negra (BMF), que comenzó a encaminarse hacia su propia notoriedad.

En la década de 2000, la BMF estaba entre los mayores imperios urbanos de drogas de la historia de los Estados Unidos. Davis se juntaba con el hijastro de otra figura de la BMF, Terry “Southwest T” Flenory, y también conoció a su hermano Demetrius “Big Meech” Flenory poco después de llegar a Atlanta en el verano de 2000. Gatling, mientras tanto, era el jefe de los miembros de la BMF de St. Louis y el allegado consejero de Big Meech. Después de que Gatling fuera a prisión en 2005, Davis tomó una decisión que cambió su vida para siempre: decidió entrar de lleno en el mundo de la droga, un negocio del que siempre había estado rodeada, pero en el que nunca había estado involucrada plenamente.

Junto con familiares y amigos, Davis comenzó a organizar envíos de cocaína de 25 kilos desde Chicago hasta su tierra natal, Detroit. Luego, en 2008, Davis y su padre fueron arrestados, dijo ella que esto ocurrió después de que una amiga cercana y un novio los delataran. Pasó casi ocho años en prisión; mientras que la salud de su padre decayó poco después de su liberación anticipada. Desde que salió en 2016, Davis publicó un libro que narra su travesía, The High Price I Had To Pay 4, comenzó una marca de estilo de vida y empoderamiento para las mujeres llamada FreePrettyGirls, y fue elegida para participar en la tercera temporada del reality show de BET, From The Bottom.

VICE habló con Davis para descubrir cómo fue convertirse en una gran gángster en un submundo criminal tradicionalmente dominado por hombres. Este recuento ha sido ligeramente editado y condensado para una mayor claridad.

Tuve una infancia privilegiada. Crecí en Southfield, Michigan, un suburbio de Detroit. El negoció de mi padre, del que realmente no sabía nada hasta mucho tiempo después, me costeó muchas cosas lindas en mis primeros años de vida. Mi padre me colmó de regalos. Fui a una escuela privada. A mi hermana y a mí mi papá nos regaló un auto completamente nuevo cuando cumplimos 16 años. También nos compró abrigos de pieles y ropa de diseñador. Tuve mi primer Rolex cuando estaba en la preparatoria. No sabía exactamente qué hacía él para ganarse la vida, pero sabía que no teníamos ninguna carencia.

Mi madre tenía cuatro hermosas hermanas. Todas ellas salían con traficantes de drogas. Estos chicos las conquistaron con generosos regalos y cuidaron de ellas como mi padre hizo con mi madre. Era la norma. Yo pensaba que los hombres debían cuidar a las mujeres de esa forma. Al haber visto cómo trataban a mi madre y a mis tías, eso era justo lo que esperaba cuando comencé a salir en citas. Mi papá reforzó esa idea diciéndome que nunca bajara mis estándares. Si un hombre no podía hacer lo que él hacía por mí, no tenía sentido ni hablar con ese hombre.

Cuando llegué a los 16 años más o menos, finalmente me di cuenta de lo que hacía mi padre. Al salir con mis amigos cuando era adolescente, escuché a los chicos hablar de él. Tenía una buena reputación en las calles. Cuando llegaba a los distintos lugares, notaba el trato que me daban las personas al descubrir que era su hija. Eso, en sí mismo, me atrajo de ese estilo de vida.

Fui a una escuela católica y me quedé en los suburbios, pero siempre salí con traficantes de drogas. Si querían hablar conmigo, tenían que acercarse a mí de la manera correcta. Esperaba que cuidaran de mí y me compraran cosas. Sabían quién era mi padre y que por ello debían tratarme de una cierta manera en particular.

Estaba rodeada de ese estilo de vida. Crecí en la calle donde vivía Marlon Welch. Su madre salía con “Southwest T”, el hermano de Big Meech. Su madre tenía un Mercedes Benz, y siempre vestían lo mejor, tenían autos nuevos y vivían de la misma manera que nosotros.

Estuve cerca de Big Meech y Southwest T desde muy joven, pero de niña nunca supe que eran tan importantes como lo eran. Una vez que me mudé a Atlanta y fui a la universidad, fue que realmente comencé mi amistad con ellos, y que vi a qué nivel se movían. Todos los veían como los amos de las drogas, pero yo los veía como mis amigos. Eran del tipo de chicos que siempre “consiguen dinero”. Detroit es una ciudad ajetreada y estaba acostumbrada a estar cerca de ese tipo de chicos. Meech y su grupo terminaron haciéndolo todo en una magnitud completamente diferente, pero aún así yo sentía que era algo normal.

Yo no vendía drogas en ese entonces, pero ayudaba a contar el dinero y moverlo. No era algo fuera de lo normal, fue simplemente cómo crecí. Me pagaban por mis servicios como a cualquier otra persona. Un poco de efectivo no le hace daño a nadie.

Conocí al padre de mi hijo, “Wonnie”, cerca de Acción de Gracias del año 2000. Una noche, “Pig” Triplett, un miembro de la BMF a quien conocía de mi ciudad natal, me llamó y dijo: “Vamos, hermana, vamos a ir a Magic City”. En nuestro camino, Pig me dijo que pasaríamos por uno de sus amigos. Así fue como conocí a Wonnie. Nos la pasamos a gusto divirtiéndonos toda la noche. Al final, me pidió mi número y estuvimos juntos todos los días después de eso.

Wonnie me consentía como mi papá solía hacerlo. Cuando la relación se volvió seria, empezó a pagar mis cuentas. Me compró un Porsche y me trasladó a una casa de medio millón de dólares en Atlanta. Viajamos. Tenía dinero a mi disposición. Tenía tan solo 20 años y fue un romance intenso. Pero no duró.

Wonnie fue condenado en 2004 y se dio a la fuga. En mayo de 2005, Wonnie vino a Atlanta, a pesar de que le dije que no me parecía que fuera seguro. Yo tenía tres meses de embarazo y él quería ver a algunos amigos. Una tarde, estábamos durmiendo y los Marshals llegaron a mi puerta. Wonnie subió a mi ático y yo revolví toda de la casa, tratando de ocultar las joyas.

Mis nervios se dispararon, mi mente iba a mil revoluciones por segundo. Sabía que este era probablemente el final del camino. Wonnie enfrentaba unos 20 años de prisión. Simplemente me le quedé viendo, como diciendo Maldita sea, todo se reduce a esto. Ni siquiera puedo explicar las miradas que teníamos en nuestros rostros.

Finalmente entraron a la casa apuntando con sus armas y yo levanté las manos en el aire y les hice saber que estaba embarazada. Me peguntaron dónde estaba Wonnie. Les dije: “Me acabo de despertar, no sé dónde está nadie”.

Me sacaron de la casa y me esposaron. Mientras estaba sentada afuera y buscaban por todo el lugar, escuché disparos. Pensé que habían encontrado a Wonnie y lo habían matado. Mi corazón casi se detuvo en ese momento. Pensé que estaba muerto. Luego, las balas comenzaron a pasar zumbando por todas partes y caí al suelo. Apareció el equipo SWAT y había helicópteros sobrevolando el lugar, pero el tirador escapó.

Nos seguían preguntando a quién habíamos llamado para que les disparara. Nos amenazaron diciendo que todos iríamos a la cárcel por intento de asesinato contra un agente federal. Sacaron a Wonnie y me arrestaron por posesión de la mariguana que encontraron en la casa. Ese fue el peor día de mi vida. Estaba embarazada y el padre de mi hijo se iría muchos años.

Regresé a Detroit y a vivir con mis padres. Wonnie murió en prisión por un ataque de asma poco más de un año después. Mi hijo tenía nueve meses entonces. Entré en una profunda depresión y empecé a descuidar mis deberes como madre. Me iba de fiesta todas las noches. Mi madre finalmente habló conmigo:

Mira, perra, tienes un hijo. Sé que estás pasando por todas esas cosas que estás pasando, pero no puedes seguir viviendo tu vida así”. Tenía toda la razón, así que empecé a poner mi vida en orden.

Empecé a salir con un chico de Chicago llamado Justin Turner. Lo había conocido tiempo atrás y me hizo perder la cabeza. Yo estaba vulnerable. Echaba de menos que un hombre cuidara de mí.

Justin se dio cuenta del tipo de personas que me rodeaban y un día preguntó: “Si me traen un poco de coca, ¿puedes moverla?”.

Yo dije, “Probablemente, sí”.

Así de rápido comencé a involucrarme con la venta de drogas.

Alguien me deba unos 30 kilos de cocaína y en cuestión de días, me deshacía de ella. Después de eso, se convirtió en algo rutinario. Movíamos como 60 kilos de cocaína por semana. Mi papá y mi hermanastro me ayudaban. Aunque mi padre realmente trató de alejarme de esa vida. No quería que mi vida tomase ese camino, pero yo no quería escucharlo.

No sentía que estuviera haciendo algo malo. Recogía el dinero y conectaba a unas personas con otras. No era que estuviera en una esquina vendiendo crack. Me convencí de que estaría bien. Incluso si nos atrapan, creía que el hombre se llevaba la peor parte, y que la mujer nunca iba a prisión.

Nos arrestaron en una trampa que ayudó a armar una de mis chóferes. La atraparon con 27 kilos en un viaje de Chicago a Detroit y aceptó ayudarlos a ponernos una trampa. Fui a recoger 5 kilos de coca y, antes de que pudiera siquiera encender el motor del auto, me rodeó la policía.

Mientras enfrentaba las acusaciones en mi contra, Justin se metió en problemas y nos entregó a mí y a mi padre con los federales. Mis cargos pasaron de ser estatales a federales. El estado retiró los cargos por posesión y los federales me acusaron de conspiración junto con mi padre. Los dos nos declaramos culpables y a mí me condenaron a diez años de cárcel.

Una de las cosas más dolorosas, emocionalmente hablando, fue cuando mi padre y yo fuimos condenados el mismo día en la corte. El juez comentó que ese era un día triste para nuestra familia porque no sólo mi madre estaba perdiendo a su esposo, sino que también estaba perdiendo a su hija. Ver a mi madre llorar y que tuviera que pasar por eso, fue un golpe tremendo.

Mi padre fue sentenciado a ocho años. Se enfermó estando en la cárcel y lo dejaron en libertad compasiva antes de morir. Yo terminé cumpliendo siete años y medio en prisión.

Siento mucho pesar por lo que sucedió. Veo a los amigos con los que fui a la universidad, y los veo con carreras prósperas, estando casados y con hijos. Miro hacia atrás y creo que yo podría ser una de ellos, pero en lugar de eso elegí las calles. Perdí una parte importante de mi juventud en prisión, la mayoría de mis años 20 y el comienzo de mis 30. Pienso en el dolor y sufrimiento que le causé a mi familia. Veo a mi hijo y lo que le hice. Él no tuvo una mamá o un papá durante esos años. Eso es algo que tengo que enfrentar todos los días.

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